Mientras nos alejábamos de la tienda de tabaco, mi amigo hizo una cuidadosa clasificación de su dinero; en el bolsillo izquierdo de su tapado deslizó unas moneditas de oro; en el derecho, unas moneditas de plata; en el bolsillo izquierdo de su pantalón, muchas de bronce, y finalmente, en el derecho, una moneda de plata de dos francos que examinó con especial atención.
- ¡Qué singular y minuciosa repartición! - me dije a mí mismo-.
Nos encontramos con un pobre que nos tendió su gorra temblando. No conozco nada más inquietante que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes, que contienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leerlos, tanta humildad, tantos reproches. El encuentra algo que se aproxima a esta profundidad de complicado sentimiento en los ojos lacrimosos de los perros cuando se los azota.
La ofrenda de mi amigo fue mucho más generosa que la mía, y le dije: -Tiene usted razón; el único placer más grande que el de asombrarse es el de causar una sorpresa-. -Era la moneda falsa-, me respondió tranquilamente, como para justificarse por su prodigalidad.
Pero mi miserable cerebro, siempre ocupado en buscarle la quinta pata al gato, ¡qué facultad fatigosa me obsequió la naturaleza!, se hizo la idea de que la conducta de mi amigo solo era perdonable por la intención de crear un acontecimiento en la vida de aquel pobre diablo, o quizás incluso de conocer las distintas consecuencias, funestas u otras, que puede engendrar
una moneda falsa en la mano de un mendigo. ¿No podía multiplicarse en monedas verdaderas? ¿No podía también hacerlo caer en prisión?
El dueño de un cabaret, o un panadero, por ejemplo, podrían tal vez hacerlo arrestar por falsificador de monedas o por distribuidor de monedas falsas. Pero, aunque todo esto fuera así, la moneda falsa significaría quizás, para un pobre especulador, su fuente de riqueza por algunos días. Y así mi fantasía seguía su curso, dándole alas al espíritu de mi amigo y sacando todas las deducciones posibles a partir de todas las hipótesis posibles.
Pero éste interrumpió bruscamente mi divagación retomando mis propias palabras: -Sí, usted tiene razón; no existe ningún placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera-.
Lo miré directo a las pupilas, y me espanté al ver que sus ojos brillaban con un indiscutible candor. Entonces me di cuenta de que había querido hacer a la vez caridad y un buen negocio; ganarse cuarenta monedas de cobre y el corazón de Dios; alcanzar el paraíso económico; y finalmente, obtener gratis un certificado de hombre caritativo. Lo podía haber prácticamente perdonado por el deseo del goce criminal del que hace un instante lo creía capaz; me habría parecido curioso, peculiar, que se divirtiera comprometiendo a los pobres; pero nunca le perdonaré la ineptitud de su cálculo. No hay excusas para ser malo, pero hay cierto mérito en saber que se lo es; y el más irreparable de los vicios es hacer el mal de puro bestia.
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